Ven, sígueme. Fundamentos de las vocaciones cristianas al sacerdocio y la vida consagrada
ÍNDICE
Las historias sobre los llamados de Dios
El discipulado restaurado; el llamado renovado
Las raíces bíblicas de la vocación
Elementos de las historias bíblicas de llamados como iluminaciones de la vocación cristiana
Nuestra herencia bíblica y las vocaciones de hoy
Conclusión
Algo que siempre me ha intrigado es el modo de expresión en el hebreo bíblico para referirse al pasado y futuro. A diferencia del castellano o inglés, el idioma hebreo habla del pasado de manera muy particular y nos sugiere el modo de funcionar de las mismas Escrituras. Cuando nosotros hablamos del pasado y del futuro, decimos que el pasado está detrás de nosotros y el futuro está delante. En hebreo, al contrario, se habla del pasado frente uno y el futuro detrás. La imagen es visual. Imagine a alguien cruzando un lago en un bote. La ribera que se aleja poco a poco es el pasado, y el futuro, a dónde va, lo que no ha sido experimentado, está detrás del remero. La Biblia utiliza el pasado para orientarse, para encontrar las huellas de Dios, para poder discernir la dirección que se requiere para enfrentar el futuro con imaginación, sin temor.
Así parecen funcionar las Escrituras para nosotros. Nos dejan mirar nuestro pasado sagrado, no por razones de nostalgia sino para poder encontrar las huellas de Dios y los rastros de nuestras raíces religiosas. Sólo así será posible discernir el rumbo de un futuro que todavía se ignora pero que Dios sostiene para nosotros en su mano divina.
Algo parecido les quiero proponer al comenzar nuestro largo diálogo sobre las vocaciones sacerdotales y religiosas. Pongamos nuestra atención colectiva en un terreno que es, a la vez, familiar y siempre nuevo: las historias, imágenes y símbolos de nuestra herencia bíblica. Ellas nos ofrecen una renovada comprensión del significado de la vocación como un llamado fundamental de Dios a la vida, la comunión y la misión y a las modalidades particulares abarcadas en las formas variadas del ministerio ordenado y de la vida consagrada.
Las historias sobre los llamados de Dios
Empezamos con las historias de estos llamados, tanto en los cuatro Evangelios como en otras partes del Nuevo Testamento. Hay materia abundante porque la noción del llamado no es algo periférico a las Escrituras sino algo fundamental para entender la existencia humana ante Dios. ¿Quién puede olvidar los primeros capítulos de Marcos y Mateo con los encuentros en la ribera del Mar de Galilea? Los pescadores Simón y Andrés echando sus redes al mar, Santiago y su hermano Juan sentados en su barca, remendando las redes, sin sospecha alguna de lo que está al punto de pasarles, algo que cambiará sus vidas para siempre. Jesús caminando en la ribera los llama, “Síganme, que yo los haré pescadores de hombres” (Mc 1:16-20). Dejan sus redes, a su padre y sus ayudantes en la barca y empiezan a seguirlo.
Recuerde Cafarnaún, la ciudad frontera entre el reino de Herodes Antipas y Felipe. Allí Jesús se encuentra con Levi, hijo de Alfeo, sentado ante su mesa de recaudo. “Sígueme”, es su llamado, simple, sin adorno. Y Levi se levanta, deja su mesa y sigue a Jesús. Esta misma noche, junto con sus amigos recaudadores y otras personas despreciadas por los judíos, Levi celebra su llamado con una gran comida, y Jesús es el huésped de honor. Los líderes religiosos se lo reprochan severamente, pero Jesús no vacila: “No son los sanos los que necesitan al médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mc 2:15-17).
Hablando de mar… la delicadeza de la historia del llamado de Pedro en el Evangelio de Lucas. Aquí el poder magnético de Jesús atrae a la ribera del mar a las grandes muchedumbres con sed de sus palabras. Su anhelo empuja a Jesús hacia el borde del agua, donde algunos pescadores están lavando sus redes después de una noche de pescar en vano. Jesús sube a la barca de Simón y le pide que se aparten un poco de la orilla; luego se sienta y desde ese púlpito Jesús de Nazaret predica a las muchedumbres desplegadas en la ribera de la caleta. Pero no ha terminado con Simón. Al terminar su sermón, le dice a Simón: “Lleva la barca a la parte más honda y echa los redes para pescar.” Simón responde: “Maestro, hemos trabajado toda la noche sin pescar nada, pero si tú lo mandas, echaré las redes”. ¡Y qué pesca hubo! Las redes estaban por romperse, la barca en peligro de hundirse. Abrumado, Simón se pone de rodillas antes Jesús. “Señor, apártate de mí, porque soy un pecador.” Y Jesús responde: “No temas, de hoy en adelante serás pescador de hombres.” Cuando las barcas con la abundancia de su carga llegan a la ribera, Simón y sus socios lo dejan todo y siguen a Jesús.
También tenemos el Evangelio de Juan –diferente en esto como en las demás cosas. Vemos a Jesús haciendo su llamado no en la ribera del mar, sino en el desierto. Mientras Juan el Bautista predica a sus discípulos, ve a Jesús pasar a la distancia. Exclama a sus discípulos: “Ahí viene el Cordero de Dios, el que carga con el pecado del mundo”. Como si fueran tomados por la belleza de su red, dos de los discípulos de Juan empiezan a seguir a Jesús. Y él, sintiendo su presencia, da la vuelta y pregunta: “¿Qué buscan?”- una pregunta cuyos ecos retumban a través de los siglos como trueno. “Maestro, ¿dónde vives? le contestaron. “Vengan y veran.” Y así empiezan la cadena de enorme atracción - Andrés vuelve para invitar a su hermano Simón Pedro a ir a ver lo que él ha visto. Y luego Felipe y entonces Natanael –todos alcanzados por el poder misterioso de Jesús.
Hay muchas historias más, algunas con variaciones conmovedoras. En los Hechos de los Apóstoles, Pablo, tan seguro de sus opiniones, yace derribado de su caballo en el camino a Damasco. Enceguecido por el fulgor del Cristo Resucitado está llamado a ser el elegido de Cristo, aun en medio de su obstinación. El llamado de Pedro, renovado al final del Evangelio de Juan, es tal vez la historia más conmovedora de todo el Nuevo Testamento. Los discípulos desanimados e indiferentes, vuelven a pescar en el Mar de Galilea… una figura vagamente familiar hace fuego con carbón de leña en la ribera…les dice donde debieran pescar y otra vez una pesca abundante… uno de ellos reconoce el Señor y, al oírlo, Pedro salta al mar y nada hacia la ribera…”Vengan a desayunar”, dice él y ellos toman desayuno y nadie se atreve a preguntar quién es…Y entonces el momento de la reconciliación: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas”? La pregunta triple que sana la traición triple…”Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas”.
El discipulado restaurado; el llamado renovado.
No todos los llamados fueron respondidos. Un joven rico a quien Jesús amó e invitó a vender todo sus bienes y seguirlo, encontró el precio demasiado alto y se fue triste. Uno de los escribas buscaba la verdad respecto a los mandamientos de la Ley pero el llamado estaba todavía lejos. Jesús le dijo: “No estás lejos del reino de Dios”. Nicodemo, que se atrevía a venir a ver a Jesús de noche, tendrá la fuerza de vencer sus temores sólo después de la muerte de Jesús, cuando reclama su cuerpo crucificado.
Las características fundamentales de estas historias son claras. La vida del discipulado comienza con un llamado y no con una decisión. Es Jesús quien por la majestad de su llamado o por la atracción que ejercía inicia la vida de discipulado. Su autoridad y sólo suya es la fuente de este llamado. Viene de repente y sin aviso. Otra característica fundamental es que el llamado es primero y ante todo a seguir en pos de Jesús. El punto focal es la persona de Cristo que es el corazón y el alma de la experiencia cristiana. Es importante darse cuenta de la precisión de las palabras y del carácter indeleble de la imagen. Los discípulos siguen en pos de Jesús, no delante de él, ni a su lado. Es una imagen duradera, repetida una y otra vez en los Evangelios: Jesús va delante de su comunidad; los discípulos siguen después de él, muchas veces con temor y confusión.
Pero hay otra característica más del llamado. “Los haré pescadores de hombres.” Los discípulos que siguen a Jesús también tendrán parte en su misión de redención. Estarán sumergidos en la labor de la transformación de Israel, de la renovación de la comunidad del testamento, de la sanación, el exorcismo y la enseñanza, al igual que su Maestro. Y su destino será igual al de Jesús, de encarar el poder destructivo de la alienación y la muerte en Jerusalén. Las historias clarifican un hecho, que sus vidas jamás volverán as ser las mismas. Dejan sus barcas, sus familias, su mesa de recaudo, todo. Una vez oído el llamado, sus vidas cambiarán en forma fundamental, se requerirán nuevas lealtades.
Las raíces bíblicas de la vocación
La forma y el tono emocional de estas historias evangélicas tienen su precedente y su eco más claro no en las antiguas historias rabínicas sobre maestros y discípulos, que buscan el sentido de la ley y el arte de su interpretación. Tampoco en los cuentos grecorromanos de filósofos y sus discípulos, que buscan el sentido de la vida y los caminos de la sabiduría. Ni en las tradiciones de casi todas las culturas que tratan de maestros con sus aprendices que buscan arte y destreza en un oficio. No, el modelo para los llamados evangélicos se encuentra en las historias inolvidables de la literatura profética de Israel, donde Dios llama a los seres humanos a seguir el camino divino y participar en el drama de la redención humana. Estas poderosas historias del pasado de Israel ofrecen el trasfondo para las historias evangélicas sobre los llamados de Dios y abren un enorme campo de significado donde situar la noción cristiana de vocación.
Pablo nos da una pista. Cuando él reflexiona sobre su experiencia inicial en la carta a los Gálatas, no utiliza el lenguaje dramático de la conversión repentina que podemos leer en la historia del camino a Damasco en los Hechos de los Apóstoles, sino que emplea el lenguaje del llamado, de la vocación. Pablo utiliza las palabras inolvidables del profeta Isaías: “El Señor me llamó desde el vientre de mi madre, desde las entrañas maternas pronunció mi nombre. Hizo mi boca una espada cortante y me escondió debajo de su mano. Hizo de mí una flecha puntiaguda y me guardó en la caja para las flechas…No vale la pena que seas mi servidor únicamente para restablecer a las tribus de Jacob, o traer a los sobrevivientes a su patria. Te voy a poner además como una luz para el mundo, para que mi salvación llegue hasta el último extremo de la tierra” (Is 49:1-6).
Aquí, en las poderosas historias del llamado de Dios a las grandes figuras de la historia de Israel, donde se les manda compartir la labor divina de la redención de Israel y aun del resto del mundo, aquí encontramos el dinamismo y amplitud de la noción evangélica de la vocación. Virtualmente, todas las grandes figuras que moldearon el destino de Israel y de la familia humana entera recibieron llamados semejantes. Piensen en Abraham y Sara honrados como los padres de la historia de Israel. Dios les llama a emprender un viaje de fe, dejando atrás su hogar para comenzar un viaje cuyo destino no sabían. Con delicada belleza y aun con humor, la Biblia deja en claro que este viaje de fe no fue hecho por iniciativa de Abraham, el ganadero de Jarán, sino un llamado de Dios. En Génesis 17, Dios aparece a Abraham que cae postrado frente a la majestad divina. Entonces, empiezan las promesas… Esta es mi alianza que yo voy a hacer contigo: tú serás el padre de muchas naciones…y tus hijos serán tan numerosos como las estrellas del cielo. Aquí encontramos la prueba de que tratamos con un texto inspirado – en vez de una música en el trasfondo, la Biblia nos dice que Abraham, agachándose, tocó la tierra con su cara y se puso a reír, pues pensaba: ¿A un hombre de cien años le nacerá un hijo? ¿Y Sara, a sus noventa años va a dar a luz?
La historia se repite en el capítulo siguiente de Génesis cuando aparecieron las tres visitas misteriosas a la tienda de Abraham y Sara cerca a Jebrón. Abraham reconoce que sus visitas son de Dios y por eso prepara una fiesta para ellos. En el momento de partir, ellos repiten las promesas absurdas: Sara tendrá un niño y los hijos de Abraham y Sara serán tan numerosos como las estrellas del cielo. Escuchando en la entrada de la tienda, detrás del que hablaba, Sara se ríe de esta idea. Y los visitantes la desafían – Te reíste, decían. Ella trató de defenderse: “No me he reído”. Pero Él le dijo: Sí, te reíste”. Y entonces el Señor dijo algo que deberíamos tener en mente respecto a todo el asunto de las vocaciones en la Iglesia, sobre todo ahora: “¿Por qué se ha reído Sara? ¿Hay algo imposible para Yavé?”
Hay una nota de lo absurdo en virtualmente todas las historias de llamados divinos, tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testamento. Vemos a Moisés en Horeb, frente a la zarza que arde, vacilante y temeroso mientras Dios le unge para la misión de llevar a su pueblo más allá de la esclavitud (Ex 3: 4-11). Moisés le dice a Yavé: “Te suplico tengas presente que yo nunca he tenido facilidad para hablar, ni aun después de que tú me hablaste, pues no encuentro palabras para expresarme”. Y Yavé responde : “¿Quién ha dado la boca al hombre? ¿Quién hace que uno hable y otro no? ¿Quién hace que uno vea y que el otro sea ciego o sordo? ¿No soy yo? Anda ya, que yo estaré en tu boca y te diré lo que has de hablar”. (Ex 4:10-12)
Y luego tenemos el llamado de los profetas: Amós de Tekoa, acosado por Dios para cumplir una poderosa misión de justicia. “No soy profeta ni uno de los hermanos profetas; soy simplemente un hombre que tiene sus vaquitas y unas cuantas higueras. Yavé es quien me sacó de detrás de las ovejas y me dijo: Ve y habla de parte mía a Israel, mi pueblo.” Y así se fue. O el caso de Jeremías con el impedimento en el habla, que dice a Dios: “Soy sólo un niño.” Y Dios responde: “No me digas que eres un muchacho. Irás a dondequiera que te envíe, y proclamarás todo lo que yo te mandé. No les tengas miedo, porque estaré contigo para protegerte.” (Jer 1:6-8) Finalmente, vemos a Isaías en el Templo, en la sala más interior, donde se siente sobrecogido por la presencia de Dios y su propia miseria. Exclama : “Ay de mí, estoy perdido porque soy un hombre de labios impuros y vivo entre un pueblo de labios impuros…” Uno de los serafines limpia su corazón con un carbón encendido que penetra y vence su terror. Escucha la voz de Dios: “¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Libre de su angustia, el profeta dice: “Aquí me tienes, mándame a mí”.
Y así será con todas las figuras del drama bíblico, hombres y mujeres -improbables mensajeros de Dios- vacilantes y torpes, pero llamados por Dios a recibir una misión para el bien del pueblo. El llamado de Dios suele ser desgarrador, irrumpiendo vidas comunes, cargando a personas corrientes con misiones de transformación humana que demandan el dolor de cambios profundos y, a veces, violentos para ser fieles al mandato divino. En ninguna parte encontramos un mejor ejemplo de eso que en el caso de los discípulos de Jesús. Los Evangelios no presentan a los discípulos como tipos ideales; al contrario, a pesar de su respuesta inicial de dejar a todo y seguir a Jesús, con el tiempo se demuestran torpes, lentos para aprender y muchas veces confusos. Los evangelistas presentan a los doce en sus peores momentos: estorban la misión de Jesús, objetan su destino en Jerusalén, le abandonan, le niegan y aun le traicionan. Sólo después de la muerte de Jesús y la llegada del poder del Espíritu de Dios, son restablecidos en su misión y reconciliados después de su traición.
Elementos de las historias bíblicas de llamados como iluminaciones de la vocación cristiana
Aquí quiero reflexionar sobre las características comunes de estas historias bíblicas. En primer lugar, nos recuerdan que la noción de vocación, en su significado fundamental, no está definido por un papel o función específica sino es algo mucho más amplio, algo escrito sobre un vasto lienzo, un don puro con Dios como autor y la vida como sujeto. Aunque estamos aquí para inspirar más vocaciones sacerdotales y religiosas, debemos darnos cuenta desde un principio que tenemos el dedo en el pulso de la misma vida cristiana y, en realidad, en la vida de la familia humana frente a Dios. No se puede reducir este tema a marketing, reclutamiento, motivaciones efectivas, etc., aunque ellos tienen importancia. El tema de la vocación humana frente a Dios toca los fundamentos mismos de nuestra fe. Creemos que Dios llama a cada persona a la vida y nos da sentido y un propósito. Dios también nos da el don de libertad para elegir y comprometernos a los dones que Él ofrece. Este es el fundamento de toda teología de la vocación y la base para nuestra consideración de la importancia y la nobleza de la tarea que nos trajo aquí.
En segundo lugar, si aceptamos que Dios es la fuente de cada vocación, entonces no podemos aproximarnos al tema agobiados de ansiedad sino llenos de esperanza y anhelo. En tercer lugar, este llamado no es principalmente a un rol específico sino un llamado a buscar la cara de Dios, un llamado a la santidad y la plenitud de la vida misma. Este es el fin de la búsqueda bíblica -ver la cara de Dios y vivir. Estamos llamados, todos, precisamente a eso. La Iglesia es el misterio de la presencia amorosa de Dios en el mundo, llamándonos a todos a la santidad y plenitud de la vida, una vocación fundamental sellada en el bautismo. Sólo en un segundo momento esta vocación fundamental se diferencia en roles o funciones diferentes. Nos queda otra característica clave de la vocación que podemos sacar de nuestra herencia bíblica: la vocación cristiana es esencialmente misionera en su carácter y tiene como propósito la transformación del mundo. Años atrás, en un puesto de libros usados, encontré una edición antigua de un libro que necesitaba. Abriéndolo encontré escrita en la tapa : Ho den agros estin ho cosmos (El campo es el mundo), una cita de Mateo 13:38 donde Jesús explica la parábola del sembrador. Es aquí donde encontramos el enfoque de nuestra misión: no es a la Iglesia y sus preocupaciones sino al mundo al que Dios desea salvar. Los pescadores en la ribera del Mar de Galilea fueron llamados a ser pescadores de hombres; la reconciliación de Pedro en esta misma ribera fue para alimentar sus corderos y sus ovejas; Abraham y Sara fueron llamados a ser la roca sobre la cual Dios edificó un pueblo; Moisés llamado a llevar este pueblo desde la esclavitud a la Tierra Prometida. Amós, Isaías y Jeremías fueron llamados a buscar el coraje y la elocuencia para volver el corazón de Israel a sus inspiraciones más profundas. La vocación jamás invita a un estatus inerte o a un jardín cerrado. Es un llamado a engendrar la vida, en uno mismo y en el mundo en que Dios nos ha ubicado.
Finalmente, las historias bíblicas nos recuerdan que la respuesta al llamado de Dios requiere conversión y una transformación personal que dura a través de toda una vida. Nos requiere dejar atrás algo o alguien para estar libres de seguir a Jesús: las redes, un padre confuso, una mesa de recaudo, recuerdos de fracasos, obligaciones que compiten, la familia y el dinero… A veces la carga que dejamos es enorme. En la ribera de mar con Cristo resucitado, vemos a Pedro humillado por sus fallas, su corazón roto por la enormidad de su traición. Pablo, perseguidor de la Iglesia, seguro de sí mismo y de los caminos de Dios, tuvo que verse débil y necesitado. Sólo así estos hombres podrían abrazar por completo su vocación, su misión para el mundo.
No es coincidencia que el símbolo bíblico más común para la vida de fe sea el del viaje. Lo vemos en la historia del largo y tortuoso camino de Israel y en la vida de Jesús que pintan los Evangelios. San Lucas es el más explícito, el primer nombre de la Iglesia era: “el pueblo en camino o en marcha”. La respuesta al llamado de Dios no es una realidad instantánea o estática sino que se desenvuelve a través del tiempo y hay que padecer los rigores de la marcha a Jerusalén, un viaje que incluye austeridad, fatiga y fracaso.
Nuestra herencia bíblica y las vocaciones de hoy
La herencia bíblica tiene mucho que decir sobre el sentido de la vocación y he mencionado algunas dimensiones: 1) vocación como don de Dios; 2) vocación como un llamado fundamental a la vida y la santidad frente a Dios; 3) vocación ligada esencialmente con misión y 4) finalmente, vocación que requiere conversión de corazón y la transformación personal durante toda la vida. Por supuesto, vocación en este sentido más profundo, se aplica a todos los cristianos. Pero si es para todos, cuanto más en estos días se necesita la consagración pública del sacerdocio y la vida religiosa para la inspiración y aliento de la Iglesia entera.
¿Acaso ha existido un tiempo en nuestra memoria colectiva en que haya sido más urgente la necesidad del sacerdote como fuente de unidad dentro de la comunidad eclesial? Se lo necesita como predicador del Evangelio, formador de líderes y compañeros del trabajo pastoral, representante de la misión y propósito de la Iglesia e inspiración para el pueblo de Dios por su vida ejemplar. A la vez, en un mundo repleto de violencia, donde aumenta la brecha de hostilidad entre razas, culturas, religiones e ideologías, la vida consagrada muestra que es posible vivir juntos en armonía y amor, que la comunidad humana es posible por la gracia de Dios. Da testimonio público a una generación entera que tiene sed de la espiritualidad auténtica, que una vida de santidad es posible en nuestros tiempos. Ellos se dedican a misiones que los gobiernos y agencias privadas suelen abandonar. La vida consagrada representa la dimensión carismática, profética, del Espíritu de Dios, que no puede ser suprimida; es un don para la Iglesia y necesario para la vida y salud de la Iglesia.
Nos reunimos para estimular vocaciones en un momento en que la Iglesia se siente más atacada que nunca, forzada a aceptar con vergüenza y dolor los actos de algunos de sus consagrados y aun la falta de responsabilidad de algunos líderes. La gran mayoría de nosotros jamás experimentamos tanta ira, confusión y dolor dentro la Iglesia. Necesitamos reflexionar largamente sobre las causas de estos escándalos y los remedios. Pero, a la vez, es necesario cavar muy al fondo de nuestra herencia cristiana para elevar, una vez más, los más altos y nobles ideales de nuestra fe, para nosotros mismos y para la gente que servimos. Pienso en la soledad de la pasión de Jesús y el terrible y abrumador fracaso de sus discípulos; en la comunidad que miró la tumba vacía y se preguntó qué había pasado; habían fracasado pero la gracia de Dios fue más fuerte… una comunidad más triste pero más sabia que se reunió en la sala del segundo piso, o en Emaús, o al lado del mar… La lección de la Pascua de la Resurrección es que la vida puede surgir de la muerte. Estamos viviendo el tiempo de la pasión de la Iglesia pero nuestra fe nos dice que la vida nueva puede y debe venir. Un sacerdocio renovado, nuevas formas de la vida religiosa, nuevas posibilidades de colaboración y respeto mutuo entre ordenados y laicos, más transparencia y responsabilidad a todo nivel en la Iglesia. Sólo cuando nosotros, encargados de llevar el Evangelio al mundo, seamos capaces de evocar nuestros mejores ideales y más profunda fe, seremos dignos de esta nueva generación de cristianos que busca una vida de santidad.
Conclusión
Permítanme concluir con otra noción bíblica. Unos años atrás mi madre murió afectada por Alzheimer, después de varios años de sufrimiento por el lento progreso de esta enfermedad terrible. Durante estos años encontré mucho consuelo en un libro escrito por un experto bíblico protestante: Olvidando a Quien pertenecemos. En él, el autor, David Keck, hacía un análisis sobre esta enfermedad y el Evangelio. Se dio cuenta cómo el Alzheimer destruye los valores que más apreciamos: nuestra autonomía, el sentido de uno mismo, el sentido de identidad y pertenencia. Todo esto se pierde mientras la enfermedad quita la memoria y aun la identidad personal. Los enfermos olvidan sus nombres, ni reconocen las caras de aquellos que amaban. Esta enfermedad nos hace recordar que ninguno de nosotros es tan autónomo como pensamos, que somos más dependientes de lo que queremos admitir y lo difícil que es recordar. Existen muchos problemas con nuestras memorias individuales y colectivas: recuerdos reprimidos, recuerdos distorsionados, etc. Pero lo que me llamó la atención era cómo las fallas de la memoria pueden tener también un sentido religioso, podemos olvidar quiénes somos.
Se puede decir que el fin de las escrituras de Israel y de la Iglesia era transmitir las historias vitales que nos hacen recordar que pertenecemos a Dios y que sólo en Él encontramos nuestro sentido y destino final. La liturgia es también una manera de recordar. Podemos decir que la Iglesia con sus tradiciones y liturgia hace la tarea de la persona que cuida al enfermo con Alzheimer. Se parece al pariente o enfermera que sigue vistiendo, peinando y cuidando a los enfermos que ama, aun cuando no son capaces de recordar quienes son o a quien pertenecen. Nuestro papel es semejante al que cuida al enfermo. Debiéramos recordar al pueblo de Dios su verdadera identidad y a Quien pertenece finalmente. Es nuestra labor hacer resaltar los mejores ideales de la Iglesia e invitar e inspirar al pueblo de Dios a responder a ellos. Al fin y al cabo, la Biblia percibe a Dios como Él que no se olvida, aun si todos se olvidaran. No nos olvidará a nosotros tampoco y esta es la fuente de nuestra esperanza.
Sión decía: Yavé me ha abandonado y el Señor se ha olvidado de mí. Pero ¿puede una mujer olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues bien, aunque alguna lo olvidase, ¡Yo nunca me olvidaría de ti! Mira cómo te tengo grabada en la palma de mis manos. ( Isaías 49: 14-16)